"Es del corazón del hombre de donde salen todas las cosas malas…" (cfr. Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23), nos advierte Jesús. Por lo tanto, debemos cambiar el corazón a imagen y semejanza del corazón de Cristo, sobre todo en este momento en que la historia y los signos de los tiempos lo exigen. Corremos el peligro de tener capacidad de análisis de la gran crisis que vivimos pero no somos capaces de analizarnos nosotros. La Palabra de Dios es clara; toda la maldad viene de nuestro corazón. Si el corazón no cambia no cambian las estructuras.

Nacemos con el corazón inclinado al mal y con el correr de los años la enfermedad se agudiza; lamentablemente podemos morir con el corazón esclavo del mal.

Desde niño tiene que haber una formación que contemple la educación del corazón.

"Al comenzar el nuevo milenio, la humanidad entera se encuentra sumergida en grandes dificultades: la alarmante extensión de la pobreza y la escandalosa concentración de la riqueza, la corrupción de las clases dirigentes, los conflictos armados de insospechables consecuencias, los nuevos fundamentalismos, las formas inimaginables del terrorismo y la crisis de las relaciones internacionales. Son evidentes las contradicciones entre lo que se dice y lo que se hace, el relativismo, el menosprecio de la vida, de la paz, de la justicia, de algunos derechos humanos fundamentales, de la preservación de la naturaleza, que desafían a todos por igual y exigen respuestas comunes. Estos problemas también inciden de manera acuciante en nuestra patria". (Conferencia Episcopal Argentina, Navega mar adentro)

Una oscuridad se sumerge en el horizonte de la historia, pareciera que la luz de Cristo se ha apagado en los corazones. La oscuridad es que no sabemos qué camino tomar. Entonces, llenos de tribulaciones caminamos todos los días sin saber dónde ir. Si no tengo claro el fin, tampoco los medios, menos qué debo hacer y cómo actuar.

Una sociedad se tambalea, impotente de conocer dónde puede estar la solución al problema: la conversión del corazón.

Reflexionemos

Tratemos de vivir luchando para tener un corazón limpio; asumamos con devoción y piedad los actos del culto, especialmente la celebración de la Eucaristía; descubriremos así que el Señor acepta nuestros pequeños sacrificios, los recibe con afecto y cariño, y siempre estará cerca de nuestra alma. Nos concederá la paciencia necesaria para arrancar del corazón una y otra vez la maldad y el pecado, y transformará su Palabra de Vida para convertirnos en Él.